La cura del hambreRelato
1. Logro- ¡Lo logré! -proclamó una voz que resonó en cada rincón de la casa.
Giana, una mujer de piel oscura que trabajaba allí, se sobresaltó por la aparición repentina de la voz del señor, rompiendo el silencio como si golpearan un objeto metálico con un enorme martillo. En sus manos sujetaba una bandeja de metal con tazas, platitos y otros cacharros que solía usar el dueño de la casa para tomar el té. En cuanto se recompuso del susto, dejó la bandeja en el primer lugar que encontró, la amplia mesa del comedor junto a la que pasaba, y se encaminó hacia la habitación en la que el dueño de la casa pasaba la mayor parte de sus días y, en contadas ocasiones, de sus noches. Cuando se puso frente a la puerta se miró en el espejo que había junto a ella, dispuesto a ahí por el señor, para que ella pudiese mirar si se encontraba visible y acicalada antes de entrar en la habitación. El vestido amarillento que vestía cada día estaba impecable, pues estaba recién lavado, y el delantal estaba blanco como la nieve recién caída. Se retocó el pelo que podía verse bajo el gorro de sirvienta, y se dispuso a golpear la puerta, tres veces, como siempre hacía cuando quería entrar en la sala. - ¡Pasa, Giana! -gritó una eufórica voz desde el interior. La sirvienta Giana giró el pomo de la puerta con cierta duda y entró en la habitación. No era una habitación muy grande, así que no le resultó difícil ver donde se encontraba el señor de la casa, sentado de espaldas a la puerta trasteando entre sus cachivaches de científico. Viendo que no la recibía, Giana dio un paso adelante para entrar en la habitación y habló en voz neutra, para no sobresaltar al señor en caso de que estuviese aun con algo importante. - ¿Va todo bien, señor Ghearä? - Lo he conseguido Giana… El señor Ghearä se quedó en silencio, absorto en aquello en lo que trabajaba. Giana nunca se había sentido cómoda en el interior de aquella habitación, se sentía como oprimida, como si el techo se fuese a desprender, o como si estuviese caminando sobre cristal. Se convencía de que, quizás, aquel sentimiento derivaba de la importancia que le daba el señor Ghearä a todo el material que albergaba en aquella estancia. - ¿Qué ha conseguido, señor? -preguntó un tanto obligada por el silencio que se había formado. Gheará se giró en su silla y mostró un pequeño tubito de cristal, uno de sus recipientes científicos que ella no entendía ni quería entender. Dentro había un líquido rosado, casi traslúcido. - La cura para el hambre, Giana -dijo el señor Ghearä esbozando una orgullosa sonrisa. Una barba pelirroja que acostumbraba a mantener afeitada cubría su mentón y rodeaba sus labios, y sus cabellos grasientos de sudor se habían pegado a su frente. Como si no lo hubiese escuchado la primera vez porque sabía que Giana se había quedado absorta en su aspecto desarrapado, volvió a repetirlo-. Esto es la cura del hambre. Mientras el señor Ghearä se afeitaba y acicalaba en el baño, después de haber estado trabajando durante días, sin aparente descanso, en aquello a lo que él llamaba “La cura del hambre”, Giana se encontraba limpiando el salón, donde el señor recibía a sus escasos invitados. La mujer nunca había recibido la ayuda de otra sirvienta y llevaba trabajando allí desde que tenía doce años. Ghearä había sido como un padre para ella, y cuando lo miraba, o lo escuchaba hablar sobre temas normales, nada relacionado con los experimentos que a ella le habían dejado de interesar desde hacía mucho, se sonreía inevitablemente. - ¡El trabajo de toda una vida, Giana! ¡De toda una vida! Decía desde el baño, sabiendo que su sirvienta podía oírlo. - ¡Yo…! Au… maldita cuchilla, recuérdame que la lleve a afilar. Joder, esta hoja corta cuando le place. Como decía ¡Yo he conseguido algo que la civilización necesita desde hace muchísimos años! ¿Sabes cuantos pueblos mueren de hambre bajo la sombra de un tirano gobernador? ¡Muchos, Giana, muchos! ¡Con mi invento eso va a acabar! ¡Será magnífico! Giana se sonrió mientras limpiaba la mesa que había frente al sillón donde él solía sentarse. A pesar de que hablaba de su trabajo, no pudo evitar alegrarse de verlo tan feliz - ¿Y de qué trata su invento, señor? - No lo entenderías -dijo asomando su cabeza por el umbral de la puerta. Aun le quedaba media barba sin afeitar. - Bueno, explíquemelo -contestó poco convencida-. Imagino que tendrá que presentar su invento a la academia. Usted dice mucho que ese sitio está lleno de… “pedantes descerebrados con más barriga que ideas en la cabeza”. Intente explicármelo a mí como si fuese uno de ellos. Se quedó en silencio. -Es más -continuó Giana-, si no se siente convencido me pondré un cojín por debajo del vestido para que parezca que tengo una gran barriga. Pudo escuchar como el señor Ghearä se reía levemente. Unos segundos más tarde salió del baño mostrando con orgullo un amplio bigote que había dejado sin afeitar en su rostro. - ¿Qué te parece? -preguntó. - ¿Tengo que ser sincera? - Ya me lo afeito, maldita ramera -profirió mientras se encaminaba de nuevo hacia el baño. - No tiene por qué condicionarlo mi opinión, señor. - Si mi sirvienta, una persona a la que pago, no me ve elocuente, ¿Cómo crees que me verá una mujer que no me conoce de nada? ¡Ni hablar! Giana se rio mientras comprobaba que la mesa brillaba lo suficiente y que no había mota alguna de suciedad sobre ella. - Por cierto -dijo de pronto el señor Ghearä-. Hay una hoja en mi escritorio del laboratorio. Colóquelo junto a la puerta. Pídale de mi parte las herramientas al carpintero de la esquina. - Debería comprar sus propias herramientas, señor ¿o va a estar dependiendo el pobre señor Pinului toda la vida? - Déjeme en paz y haga lo que le digo -dijo con un tono jocoso que apareció junto a una leve risotada. - Como mande, señor. Giana volvió a caminar por aquel corto pasillo que pocas veces se atrevía a cruzar y llegó hasta la puerta de lo que el señor Ghearä llamaba “El laboratorio”. Cuando entró sintió la misma presión que había sentido siempre, acrecentada con la extraña sensación que le produjo entrar allí sin pegar a la puerta. Trató de no alargar mucho la búsqueda y se acercó a la mesa que había en el centro de la habitación, esperando verlo a simple vista. Después de estar unos segundos mirando entre cachivaches de cristal que parecía que se romperían con solo rozarlos, encontró una hoja decolorada con unas palabras escritas en él. Aunque había sido sirvienta durante toda su vida, sabía leer lo poco que le había enseñado su madre antes de morir. “Se busca voluntario para experimento. Gran gratificación económica”. 2. VoluntarioDespués de colocar el cartel junto a la puerta, Giana esperaba que hubiese multitud de interesados, sin embargo, el señor Ghearä no era muy famoso por ser un buen científico, sino por sus borracheras en las fiestas y sus peleas con la gran mayoría de doctorados de la academia. Era un hombre sensible, que no sabía cómo encajar en las mentes de los demás tanto como le gustaría.
Cuando el sol casi podía rozar el perdido horizonte, tras las casas de la ciudad, Giana había perdido toda esperanza de que aquel día se presentase algún voluntario para el experimento del señor. En más de una ocasión había querido charlar con él de ello, pero después de almorzar se había encerrado en su laboratorio, quizás resentido por la idea de que ninguno en la ciudad parecía querer contribuir a su trabajo. Giana se acercó a las ventanas y observó la calle, esperando hallar a un transeúnte observando el cartel que se encontraba junto a la puerta. Incluso pensó por un momento que el cartel se habría caído o alguien lo había arrancado, pero no fue así. Al abrir la ventana para poder verlo mejor, aquella hoja amarillenta seguía ahí. Entonces, cuando iba a cerrar la ventana y a volver a sus labores, que ya no eran muchas, se percató de que un joven de cabello rubio y despeinado se había detenido a observar el cartel desde el otro lado de la calle. Vestía un chaleco oscuro y una camisa blanquecina debajo, además de unos pantalones con los bordes sucios de tierra. Llevaba una mochila a las espaldas y sujetaba con una sola mano ambos tirantes apoyados en el hombro izquierdo. Al cabo de unos segundos, cuando encontró un momento en el que no cruzaban los coches a caballo, atravesó la calle. El timbre sonó, y, para Giana fue como el cantico de los pajarillos durante la mañana. Sonrió complacida mientras se dirigía a la puerta lo más rápido que le permitía su largo vestido. Cruzó la entrada, se acicaló deprisa para recibir a quien había tocado el timbre y abrió la puerta con decisión. Ni tan siquiera preguntó por quién llamaba a la puerta, como tantas veces le había repetido el señor Ghearä que hiciese antes de abrir. Tras la puerta se hallaba el muchacho de cabellos rubios. Tenía los ojos azules como el cielo y parecía un tanto sorprendido. - ¿Sí? -preguntó Giana viendo que pasaban los segundos y el joven permanecía en silencio, mirándola muy fijamente con una sonrisa confundida. - Oh, bueno, yo, em… -balbuceó y alargó la mano rápidamente, ofreciéndola de forma amistosa. Luego la retiró tan rápido como la había ofrecido-. Es cierto, las damas no dais la mano. Yo… es que… venía por el anuncio que hay en vuestra puerta. - Pase, el señor Ghearä le atenderá en seguida -dijo Giana con una sonrisa cordial. El joven entró después de agradecer el recibimiento con un leve cabeceo y dejó que la mujer lo condujera hasta el salón. Giana lo acompañó hasta el sillón y le ofreció que se sentase en él. - Gracias -dijo el joven. - ¿Quiere dejar la…? -no terminó la frase cuando el invitado la interrumpió. - No, no, no se preocupe -dijo colocando la mochila en el asiendo contiguo del sillón-. No es incómodo, de veras. - Avisaré al señor Ghearä -proclamó la mujer haciendo una pequeña reverencia con la cabeza. Al cabo de pocos minutos aquella chica de piel oscura y vestido amarillo llegó acompañada de un hombre alto, pelirrojo y vestido con una camisa blanca y unos pantalones de tirantes. El hombre sonrió levemente al encontrar miradas con el joven que se encontraba en el asiento, pero ocultó esa sonrisa para decir algo a la mujer en voz baja. Tras ello se sentó en un pequeño sillón que había cerca del más grande y se presentó. - Buenas tardes, soy el profesor Timothy Ghearä. - Buenas tardes… -se detuvo un instante para recordar cómo le había llamado la mujer-… señor Ghearä. He venido por el anuncio que hay en su puerta y, bueno, tengo muchas preguntas. - No esperaba que fuese de otra forma ¿Cómo se llama? -preguntó Timothy. En la sala entró la mujer de piel oscura sujetando una bandeja rectangular de acero con tazas y una tetera humeante sobre ella. Con delicadeza la dejó en la mesa que había entre los dos hombres y les comenzó a servir el té. - Me llamo Kilean, señor -respondió sin dejar de mirar a la mujer. - ¿Quiere té, Kilean? -preguntó Timothy mientras cogía su propia taza humeante y soplaba delicadamente antes de dar el primer sorbo. - No, gracias, yo… -hizo una pausa para coger aire y relajarse-… yo solo querría saber de qué trata el experimento. - Bueno, no le diré los compuestos o la finalidad, al menos aún no, pero ya le digo que es inofensivo, por eso necesito un voluntario. Probarlo conmigo mismo podría no tener los resultados que deseo, y estudiarme a mí mismo podría no ser tan fácil como pareciere. - ¿No lo ha probado nunca? - ¿Estudiarme a mí mismo? - No, el experimento. - Oh, sí que lo he hecho. En pequeñas ratas que se cuelan en mi laboratorio de cuando en cuando, y el resultado ha sido satisfactorio, sin duda. Sin embargo, hace mucho que parece que las ratas han decidido dejar de pasarse a verme así que, he pensado que había llegado la hora de… probarlo en una persona. Antes de que Kilean abriese la boca para hablar, Ghearä ya sabía que iba a decir a continuación y le interrumpió sin miramientos. - La gratificación económica será, por supuesto, cuantiosa, he de añadir. La contribución que hará a mi experimento no merece menos, eso se lo aseguro. Kilean sonrió y agachó la cabeza para mirarse las manos. - Bueno, y ¿Cuándo empezamos? - En breve, no se preocupe. Giana, quite cuanto antes el cartel. No quiero a la academia husmeando por aquí. Timothy Ghearä dio instrucciones muy específicas a su sirvienta para que preparase al voluntario. Le proporcionaron un cuarto, en el ático, un tanto aislado del resto de la casa. Allí, Giana le proporcionó información sobre la casa, la distribución de las habitaciones y las reglas que debía de seguir. Kilean parecía receptivo y de cuando en cuando hacía alguna pregunta suelta. Cuando llegó a la pequeña habitación que se convertiría en su cuarto durante el tiempo que estuviese allí, dejó la mochila en la cama que tenía a su derecha y dio un largo suspiro. - ¿No le gusta? -preguntó Giana de inmediato. - No… digo, sí, está bien. No es eso -contestó sobresaltado. - No le entiendo. - No importa. - Si quiere puede volver a su casa a por el resto de su equipaje… - No poseo nada más, no se preocupe -dijo al momento casi sin pensar. - Desvístase de cintura para arriba, el señor Ghearä le espera en el laboratorio -indicó Giana- ¿Recuerda dónde está? - Creo que sí -respondió nervioso-. Sino siempre puedo llamarla ¿No? - Por supuesto. Kilean se quedó en silencio y la mujer se dispuso a marcharse en ese instante. - Espere -llamó él. - ¿Es que quiere que le ayude yo a desvestirse? -preguntó Giana sin girarse para mirarlo. - No, no se preocupe, no le haré pasar por esa mala experiencia -contestó con una risotada. - Dígame pues. - ¿Es la esposa del profesor? -la pregunta pilló tan por sorpresa a la chica que no pudo evitar soltar una risita- ¿Tan estúpida es mi pregunta? - No creo que sea muy frecuente que personas de mi condición sean esposas de importantes académicos, señor Kilean -respondió con tranquilidad. - Que no sea frecuente no significa que no sea posible… y trabajando con alguien que se dedica a intentar hacer importantes avances en la ciencia, imagino que ya lo sabrá. - Esto es distinto -dijo esbozando una cálida sonrisa. - Bueno, lo distinto no tiene por qué ser malo… Giana no respondió y comenzó a bajar las escaleras. - El profesor le espera -dijo mientras el sonido de sus pasos se perdía en la distancia. Como la sirvienta de Ghearä le había encargado, Kilean se desvistió tan pronto como pudo. Bajó raudo, sintiendo frio y algo de vergüenza por estar paseándose sin camisa por la casa de un desconocido. Cuando se encontraba a punto de entrar en el corto pasillo que daba a la puerta del laboratorio, algo lo distrajo. La sirvienta se encontraba en la cocina, limpiando las encimeras con tesón, como si hubiese hecho eso toda su vida. Se preguntó cuánto tiempo había trabajado para el profesor, como la trataba él y como de feliz era ella allí. Tragó saliva y supuso que estaba pensando aquellas cosas por la incertidumbre sobre lo que le esperaría tras la puerta que se había propuesto cruzar. Agitó la cabeza para desvanecer las preguntas que aumentaban su demora y avanzó hacia el laboratorio del señor Ghearä. Cuando estuvo frente a la puerta se observó en un espejo que había a su derecha por alguna razón que desconocía y sintió aún más vergüenza de la que ya sentía. Se esforzó en no volver a mirarse y agarró el pomo de la puerta con decisión. Un segundo antes de cometer la locura impulsiva de entrar sin llamar, golpeó suavemente la puerta con la otra mano. - ¿Profesor? - Pasé -dijo una voz desde el interior. Kilean abrió la puerta y tras ella halló una estancia pequeña, con múltiples mesas y envases de vidrio y otros muchos aparatos. Pudo reconocer entre ellos los tubos de ensayo, frascos Erlenmeyer y las probetas, pero el resto de objetos eran completamente desconocidos para él. Encontró al profesor Timothy Ghearä sentado en un pequeño banco junto a una silla. No estaba del todo de espaldas a la puerta, pero supo que en realidad no le había visto entrar, pues estaba muy concentrado en introducir un líquido rosáceo de uno de sus tubos de ensayo en el interior de una jeringa. - Siéntate -ordenó Ghearä con reducida dureza. - ¿Disculpe? - Tome asiento, por favor. Si es que aun desea contribuir a mi labor. - Sí, claro, por supuesto. Kilean obedeció y se sentó en la silla que había al lado del profesor. Sin quitar ojo de la jeringuilla que manipulaba el señor Ghearä se dispuso a realizar la pregunta que vibraba en su garganta. - ¿En qué consiste el experimento, señor? - Bueno, ahora que te vas a exponer a él, creo que sí que puedo decírtelo -respondió con una sonrisa que pretendía ser afable-. Esto es la cura del hambre. - ¿La… qué? - Esta jeringa contiene una sustancia que yo mismo he inventado. Su objetivo es dar al cuerpo todos los nutrientes que necesita para funcionar y, por los cuales, en esencia, comemos. - ¿Me está diciendo que no necesitaré comer nunca más gracias a eso? -preguntó Kilean con cierta sarna que en principio pretendía evitar. La mirada de Ghearä le indicó lo erróneo que había sido formular aquella pregunta-. Lo siento, no pretendía ofenderlo. - No me ofende, descuide, estoy acostumbrado a que nadie se tome en serio mi trabajo, no esperaba que usted fuese menos, por supuesto. - Señor, me tomo en serio su trabajo, es solo que… me parece… - ¿Imposible? -preguntó Timothy interrumpiéndolo-. No, no está creada para que no necesites comer nunca más. En teoría deberías de tardar más tiempo en tener hambre. La sustancia es una especie de sustitutivo, te da las energías y los nutrientes que necesitas, pero no por ello evita que necesites comer. Lo necesitarás, créeme. - ¿Y tiene… -comenzó a preguntar Kilean lentamente esperando no ofenderle con su próxima pregunta-… efectos secundarios o algo así? - Bueno, hay algunos… -se quedó en silencio y miró de reojo unos papeles que tenía sobre la mesa. Luego puso de nuevo los ojos en la jeringa y sonrió-. Ninguno importante en realidad ¿Está listo, Kilean? - Supongo… -respondió el joven. - Antes, quiero preguntarle una cosa -dijo mientras mojaba un algodón en alcohol y seguidamente lo golpeaba con suavidad contra el antebrazo de su voluntario- ¿Por qué? - ¿Eh? - ¿Por qué alguien tan joven como usted se expone a algo así? No digo que vaya a morir, ni mucho menos… ¿Es por el dinero? - He de reconocer que el dinero es uno de los incentivos, sí -contestó Kilean tras un corto silencio, esforzándose en esbozar una leve sonrisa. - ¿Y los otros incentivos? -preguntó cuándo se disponía a introducir la aguja en el antebrazo del joven. - Forman parte de mi pasado, ya no importan. - Si no quiere contármelo no se preocupe. - No es que no quiera, es solo… que ya no importa que se lo cuente o no y, sinceramente, prefiero no hacerlo. No solo a usted… - Vas contribuir a un bien común, chico -comentó intentando darle poca importancia-. Esto le va a doler un poco. 3. NítidoNo se sentía extraño. Ese fue el primer pensamiento que abordó la mente de Kilean cuando la aguja abandonó su piel después de introducir en él todo aquel líquido rosáceo. Miró al profesor, esperando que tomase apuntes o algo por el estilo, pero simplemente guardó la jeringa y se quedó mirándolo muy fijamente.
- ¿Notas algo? -preguntó el profesor. - No…, creo. - ¿Picor? ¿Ardor?… ¿Nada? -continuó preguntando. Parecía algo preocupado. - Al menos no por ahora ¿Debería? No respondió. Se limitó a coger una libreta que había bajo los papeles que antes había mirado y escribió algo con una letra inentendible, casi parecía que había garabateado la hoja. Kilean miró de reojo los papeles y le pareció ver un dibujo bastante vano de una rata. De ella salían líneas rectas que conectaban con garabatos similares a los que le había visto hacer en la hoja de la pequeña libreta. Fue a formular una pregunta, pero la voz no abandonó su garganta. Comenzó a notar como la respiración le fallaba, como si los pulmones no fuesen lo suficientemente fuertes para hincharse con el aire que trataba de respirar. El pecho empezó a calentársele, y podía escuchar como su corazón palpitaba con una fuerza que nunca había escuchado. Su preocupación llegó a su máximo apogeo. Cuando intentó levantarse para hacer que el profesor desviase hacia él la atención que ponía en su dichosa libreta, las rodillas le fallaron y solo consiguió desplomarse contra el suelo de piedra. Al despertar, cogió tanto aire que pensaba que el pecho le dolería, sin embargo, no fue así. De hecho, la sensación de que le faltaba el aire parecía una ilusión que desapareció en seguida. Se hallaba tumbado en la cama del ático donde la sirvienta del profesor le había dicho que residiría durante los experimentos. A su lado había un taburete con una bandeja de plata sobre él. En ella le pareció ver unas tostadas, mantequilla y una manzana, y junto a todo aquel manjar que hubiese abierto el apetito a cualquiera, aunque tuviese la panza a reventar, una enorme jarra con leche. Kilean observó la comida con indiferencia. No tenía hambre, ni siquiera sentía la necesidad de probar nada de lo que había sobre aquella bandeja. Se preguntó si su desgana se debía a que el suero había dado resultado o si simplemente era uno de los síntomas del desmayo. Un tanto vacilante, acercó la mano hacia la manzana. No le tembló el pulso. Agarró la fruta y la sostuvo frente a él, esperando sentir el impulso de morder aquella impoluta piel verdosa, pero no era así. No sentía la necesidad. - Esto es lo que debe sentir la gente que come hasta reventar. De pronto, a sus oídos llegó el ruido de voces, y aunque le hubiese parecido algo normal, le sorprendió la nitidez con la que entendía las palabras. Primero escuchó un claro saludo. Fue como si él mismo hubiese dicho aquellas palabras. Sentía como las voces zumbaban con fuerza en sus orejas, sin embargo, estaba completamente convencido de que estaba bastante lejos del lugar donde se desarrollaba la conversación. Escuchó el fuerte sonido de la puerta al cerrarse. Era la puerta de la entrada, robusta, pero con una bisagra que necesitaba urgentemente de un chorro de aceite. Se preguntó una y otra vez como era posible que pudiese escuchar esos detalles con esa nitidez. - Saludos, SEÑOR Ghearä -dijo el hombre que había entrado en la casa. A Kilean le pareció que había hecho especial énfasis en la palabra con la que acompañó al apellido del profesor. - ¿A qué ha venido? -preguntó Ghearä con evidente nerviosismo. Kilean se preguntó cómo podía parecerle tan evidente, pero no halló la respuesta que buscaba, pues estaba un tanto concentrado en ver con cuanta nitidez era capaz de escuchar. El hombre que había entrado se paseó por el salón. Una pisada firme, con garbo, como si desease imponerse. - Me han dicho que ayer por la mañana su sirvienta clavó un cartel junto a su puerta buscando voluntarios para un experimento… ¿Es eso cierto? -inquirió el hombre. - ¿Ha venido a acusarme con los chismorreos de los asustados e incultos ciudadanos, inspector? -preguntó en respuesta el profesor-. No le hacía persiguiendo supersticiones como la antigua inquisición española. - Algunos afirman que ofrecía una cuantiosa cantidad de dinero -respondió, pareciendo ignorar la pregunta y el comentario. - Si solo ha venido a desconfiar de mi palabra ya se puede estar largando de mi casa. El hombre pareció reírse, pudo escuchar claramente su corta risotada como si estuviese frente a él. - Ya ha habido otras quejas, señor Ghearä ¿He de recordárselo? -preguntó el hombre. - Lárguese de aquí -insistió el profesor abriendo la puerta. Kilean se sorprendió de que, si afinaba un poco su percepción, incluso parecía que podía escuchar el mecanismo de la puerta al girar el pomo. - Incluso aunque fuese profesor, cosa que no es, tendría que exponer ante la academia su deseo de realizar experimentos. - Giana, acompañe al inspector Burta a la salida, por favor. Los ligeros pasos de la sirvienta del señor Ghearä irrumpieron en la sala con rapidez y gracia, acompañándose rápidamente con el paso firme del inesperado huésped. - Le hablo en serio, señor Ghearä, si volvemos a recibir otra queja acerca de sus intentos por... llevar a cabo sus experimentos de forma clandestina, yo… - No recibirá queja alguna siempre y cuando deje de considerar las patrañas de la gente que no entiende el progreso. Le creía más auténtico, inspector. - La gente sabe cosas, Timothy. - La gente no sabe nada. Y se escuchó un fuerte portazo. Kilean tragó saliva, preguntándose donde se había metido. Aquel señor que había entrado, el inspector Burta, había alegado que quien le había expuesto al experimento, que parecía haberlo llevado a cabo de forma ilegal, no era profesor siquiera. Volvió a tragar saliva, y espero escuchar algo más, pero no parecía que la sirvienta Giana y su señor fueran a entablar conversación alguna sobre lo ocurrido. De pronto, segundos más tarde, escuchó como unos pasos resonaban escaleras abajo, subiendo cada uno con tamaña pesadez. Kilean quiso hacer algo, levantarse de la cama, sorprender a quien se hallaba tras la puerta y exigir respuesta, pero, aunque estaba dispuesto a hacerlo e incluso se descubrió sacando un pie de la cama, escuchó algo que lo dejó clavado en el sitio. Podía escuchar el latido del corazón de la persona que se hallaba tras la puerta. - ¿Qué cojones me está pasando? -se preguntó mientras aquel latido que solía ser imperceptible y sutil, rebotaba en su cabeza con la fuerza de un martillo que golpeaba un clavo contra un tablón de madera repetidas veces. La puerta se abrió, y con una velocidad, que creyó fruto de la adrenalina, se introdujo de nuevo en la cama y dejó la manzana en la bandeja de la que la había sacado. Entró el que había tenido como un profesor, vestido con un jersey y unos pantalones acartonados. Le miró con una fingida sonrisa, que pudo contrastar directamente con el ligero latido de su corazón. Estaba alterado. - Veo que has despertado -dijo, sacando a Kilean de su ensimismamiento- ¿Cómo te encuentras? - Extraño -contestó, con resumida sinceridad. - Observo que no has probado un solo bocado -comentó mientras se acercaba a la bandeja. Notó como los latidos que escuchaba se aceleraban durante un instante y vio como una sincera sonrisa aparecía en la comisura de los labios del señor Ghearä-. Eso es magnífico. - ¿De veras? -preguntó Kilean. - Has estado inconsciente durante suficientes horas como para que fueses capaz de comerte un cerdo entero nada más despertar, jovencito, sin embargo, no has probado nada… -se rio y volvió a repetir-. Magnífico. - Entonces… ¿Todo ha salido bien? - Dímelo tú… Timothy hizo algunas preguntas a las que Kilean respondía de forma corta y concisa. Quería explicarle aquello que había percibido, su agudeza auditiva, pero le parecía tan absurdo que los introdujo en el amplio saco de las conjeturas sin sentido, esperando que solo fuese un síntoma muy desconcertante. Durante la conversación con Ghearä advirtió que el latido de su corazón, agitado por la emoción, era un sonido agradable, en caso de que fuese real que lo estuviese escuchando. Podía notar la fuerza de cada latido, repartiendo la sangre por todo su cuerpo. Era tal la claridad con la que creía oírlo que casi sentía el impulso de seguir el ritmo de los latidos con palmadas, sin embargo, se contentó con seguir aquel son tamborileando los dedos contra la cama de forma tremendamente disimulada. Cuando el señor Ghearä se dio por satisfecho se marchó, dejando la bandeja con comida en la habitación, por si se le abría el apetito. Quería que la tentación fuese constante, según había manifestado. Cuando salió, Kilean permaneció atento, escuchando el latido del corazón de Timothy hasta que estuvo tan lejos que solo podía escucharlo con un arduo esfuerzo. Al cabo de unos minutos jugueteó con sus sentidos, para ver que más podía llegar a escuchar. Después de lo que podrían haber sido horas, llegó a la conclusión de que en la casa de enfrente convivía una pareja de personas mayores con un hijo que, según parecía, nunca les visitaba; en la calle una mujer que vendía flores había vendido un ramo a un hombre que alegaba que eran para su esposa, sin embargo, notó como le había temblado la voz al decirlo; no muy lejos de allí, un gato había estado aprovechando el grueso tronco de un árbol para afilar sus uñas, durante tanto tiempo que Kilean supuso que ya parecerían sables. El sonido del latido de un corazón lo sacó de su juego, que ni él mismo lograba comprender del todo. El latido era suave, tranquilo, no parecía ser el mismo que el del falso profesor. Cuando la puerta se abrió, descubrió tras ella a Giana, la sirvienta. - Hola -saludó Kilean, aun tumbado en la cama. - Quería ver si se había recuperado del desmayo -observó Giana esbozando una suave sonrisa. - Sí, hace… bastante -dijo sin querer aventurarse a decir un tiempo en concreto, pues no tenía ni idea de cuánto tiempo había estado intentando escuchar los sonidos de la calle. - Pues entonces le dejaré tranquilo… -comenzó a decir mientras agarraba el pomo de la puerta, con la intención clara de cerrarla tras ella. - Espere -dijo Kilean casi sin pensar. Giana se detuvo en el sitio y se giró para mirarlo. Su corazón parecía latir algo más rápido. - ¿Puede sentarse a charlar conmigo? -inquirió Kilean-. Aunque parezca formar parte del experimento del… profesor Ghearä, estar tumbado en la cama esperando algún efecto adverso es tremendamente aburrido. - Yo… -empezó a decir, pero Kilean la interrumpió. - Déjelo, me he precipitado. Imagino que tendrá labores que atender. - En realidad ya había acabado -dijo mientras volvía a entrar en la habitación y cerraba la puerta tras cruzar el umbral-. Puedo hacerle un poco de compañía hasta que le entre el sueño, ya está anocheciendo. - No sabe cuánto se lo agradezco. La conversación empezó como un intento un tanto forzado de romper el hielo que se había solidificado entre ambos. Al principio, todas las preguntas de Giana abordaron el tema del experimento, lo cual, era curioso para Kilean, pues él creía que era el que más preguntas tendría. A pesar de que deseaba sincerarse con aquella mujer, tenía la sensación de que lo que le estaba pasando sería pasajero. No sabía por qué. Cuanto más avanzaba la conversación, más nervioso se sentía. El tamborileo de los latidos del corazón de Giana no podían ser una ilusión, así lo veía Kilean. Lo desquiciaban y hacía que atender a la joven sirvienta fuera una tarea mucho más ardua de lo que nunca se hubiese imaginado. Podía notar como la sangre que bombeaba al corazón fluía con rapidez por las venas, como si pudiese notarlo él mismo. ¡PUM, PUM! Latía incesante. Se incrustaba en su cerebro. ¡PUM, PUM! Kilean notó como empezaba a temblarle la mano, como si esta decidiese seguir el ritmo de aquel son de vida. La sangre, fluyendo. El corazón, bombeando. ¡PUM, PUM! Ella movía los labios, decía algo, pero, simplemente, no podía oírla. Tragó saliva. Kilean notó entonces que sí sentía algo después de todo. 4. La cura del hambreEl éxtasis que había experimentado se fue disipando lentamente. Aquel embriagador aroma lo había cautivado, y ese sonido, el desquiciante martilleo, se había clavado en su cerebro hasta desaparecer. Había sentido un familiar impulso que ya había experimentado con anterioridad.
Abrió los ojos, y antes de que el sabor metálico de la sangre le recordase lo que había hecho, contempló que entre sus fauces se hallaba la yugular de la joven Giana. La sangre había escapado de su cuerpo por el agujero que habían dejado sus colmillos en su oscura piel, manchando las mantas y, en definitiva, dejando huellas de lo ocurrido. “¿Qué coño he hecho?” se preguntó mientras aun mordía el cuello de la sirvienta “¿Qué ha pasado? No me acuerdo de nada…” Soltó a Giana y el inerte cuerpo de la sirvienta se escurrió por el borde de la cama, cayendo pesadamente contra el suelo. El ruido sobresaltó a Kilean que se hallaba en un extraño estado en el que trataba de comprender tantas cosas a la vez que se había quedado completamente paralizado. Al escuchar el golpe supuso inmediatamente que el falso profesor lo habría oído y quizás querría comprobar qué había pasado. Se miró las manos, manchadas con la sangre de aquella mujer, esperando sentir horror, pero, en cambio, sentía fortaleza. Un tanto vacilante, acercó los dedos manchados hasta su boca y les dio un corto, aunque firme, lametón. El sabor era extraño, nunca había probado nada parecido, o así, al menos, se atrevió a describirlo. Era suave, pero con una fuerza oculta tras una espesa capa de esperada insipidez. Deseando que aquel sabor no se marchitase, se relamió los dedos hasta que la sangre desapareció de sus manos. Se descubrió a si mismo mirando el cadáver de Giana que yacía junto a la cama. Su corazón estaba completamente parado. Le pareció obvio no sentirse horrorizado por haber acabado con su vida, aunque sí que esperaba sentir horror por el medio con el que lo había hecho, pero no era así, de hecho, ansiaba seguir deleitándose con aquel manjar recién descubierto. De pronto, el rítmico sonido de un corazón llegó hasta sus sensibles oídos. El martilleo venía del piso de abajo, y en su son percibía tranquilidad. También atisbó el extraño sonido que producía una pluma al pasar sobre la hoja, y supuso que, quien se hallaba abajo, estaría escribiendo. Kilean se levantó de la cama, tan absorto en aquellos sonidos que no reparó en el taburete que había estado junto a su cama desde que se había despertado. El taburete se precipitó, pero, antes de que Kilean se diese cuenta, ya lo estaba sujetando. Se sobresaltó por sus sorprendentes reflejos, pero mantuvo la compostura y dejó el taburete en la posición en la que estaba, junto al cadáver de la joven sirvienta de piel oscura. Avanzó hacia la puerta con calculados pasos, volviendo a poner en marcha su recién descubierto juego. Intentó ponérselo más difícil a sus sentidos y puso especial atención en el recorrido de la pluma, con la intención de descubrir qué se hallaba escribiendo. Era difícil, a pesar de su sensibilidad auditiva, pero, al cabo de unos segundos creyó poder distinguir una palabra o dos. Entonces, escuchó como la persona que empuñaba la pluma suspiraba profundamente. - Esto es… lo que quería -proclamó la voz del falso profesor desde el piso inferior-. Con esto la academia no podrá negarse a admitirme. Kilean, a pesar de haber sido el experimento ilegal de un señor con aires de académico, sintió lástima por Ghearä. Se giró para mirar el cadáver de la sirvienta del falso profesor y, aunque esperaba sentir miedo, solo le sobrevino el recuerdo del edulcorado sabor de su sangre. Quería más, a pesar de no sentir un hambre real, quería más de aquel manjar de la vida. Era como un impulso superior a sí mismo. Sabía que desear quitar la vida estaba mal, pero, se intentó tranquilizar convenciéndose de que ya lo había hecho una vez, antes de llegar allí. El cadáver de su padre se presentaba en sus recuerdos intermitentemente y sin previo aviso. Cada vez que aquella imagen aparecía en su cabeza se repetía lo mismo “Se lo merecía” “Tuve que hacerlo.”. Luego, le asaltaba el recuerdo del calor, acompañado de un resplandor cegador. Fuego. Llamas que llegaban hasta el cielo. De nuevo, volvió sobresaltarle el sonido de aquel corazón de tan rítmico son, sin embargo, esta vez acompañado de unos pasos. Los primeros escalones de madera de la escalera crujieron como si se quejasen del peso de la persona que los subía. Kilean sintió entonces el impulso de esconder el cadáver de Giana, pero otra idea asaltó su mente, ahora más visceral y clara de lo que nunca había sido. No iba a seguir escondiéndolo. Cuando Ghearä tocó el pomo de la puerta que daba a la habitación del ático, sintió un escalofrío, y supo, casi al instante, que estaba motivado por el extraño silencio que asolaba su hogar. Hacía rato que no escuchaba los gráciles pasos de Giana paseándose por la casa, cumpliendo con sus labores. Al hacer memoria en intentar recordar cuando la había visto por última vez, se percató de que no la había escuchado volver del ático, y de eso hacía ya más de una hora, según supuso. Esperando encontrar una lujuriosa escena en el interior de la habitación que se le había proporcionado al voluntario, abrió la puerta con rapidez, sin embargo, sobre la cama de aquella habitación iluminada por la tenue luz de la luna no halló a nadie, ni tan siquiera a Kilean. Sus ojos se clavaron entonces en el cuerpo que yacía inmóvil en el suelo. Giana, su querida sirvienta a la que le había llegado a profesar un cariño especial, estaba tirada sobre el suelo del ático como si se tratase de una muñeca con la que se habían hartado de jugar. Nervioso, buscó a Kilean con la mirada, pero antes de que diese el tercer paso hacia el cuerpo de la sirvienta, la puerta de la habitación se cerró de golpe. Sobresaltado, miró tras de sí, y encontró junto al umbral de la puerta a aquel que había estado buscando. - ¿Kilean? -preguntó el falso profesor retrocediendo un paso- ¿Qué… qué has hecho? El voluntario estaba cambiado, su piel se había vuelto más blanquecina, y desde su boca hasta su torso pudo ver una enorme mancha de sangre, en apariencia, bastante fresca. Sus pupilas brillaban como las de un gato en la oscuridad, como si fuesen dos relucientes diamantes. - No puedo escapar a la culpa, pero tampoco siento que me preocupe demasiado -dijo Kilean con sorprendente tranquilidad-. He hecho lo que he hecho. Soy consecuente con mis actos… - ¿De qué estás hablando? -inquirió Ghearä. - No le culparé porque su cura para el hambre haya sido un éxito, aunque, según por la expresión de su rostro al observar el cadáver de su joven sirvienta, no era lo que esperaba. - ¡Tú la has matado! -profirió Ghearä al tiempo que lanzaba un inesperado puñetazo contra el rostro del asesino. Sin demasiado esfuerzo, Kilean detuvo el golpe y respondió inmediatamente golpeando con el puño el pecho del falso profesor. Ghearä salió disparado de espaldas contra la pared y cayó al suelo, quejándose del sobrenatural golpe. Antes de que pudiese intentar incorporarse, una increíble fuerza tiró de sus ropas y lo puso en pie. Kilean se hallaba junto a él, con el torso desnudo manchado con sangre su querida Giana. Aunque quería estar preparado por si el asesino quería volver a agredirlo, notó que le faltaba tanto el aire por el golpe que le costaba pensar o mantenerse siquiera en pie. - ¿Duele? -preguntó Kilean con frialdad-. Puedo escuchar tu miedo. Tu corazón se acelera, puedo oírlo ¿sabes? Es tan rítmico que, en serio, podría ponerme a dar palmas y a bailar a su son. - ¿De qué cojones me estás hablando? -inquirió Ghearä cuando logró reunir el aire que necesitaba para hablar. - Tu suero me ha proporcionado una sensibilidad en los sentidos que nunca creía posibles. Puedo escuchar como el corazón que late dentro de ese pecho late con tanta fuerza, que, joder, tiene que dolerte por lo menos, confiésalo. Por lo visto también se han visto alterados mis reflejos y mi fuerza… tengo que admitir que, aunque al principio me asusté un poco, ahora me siento de maravilla. Ghearä procuró relajarse. Si todo lo que Kilean le decía era cierto, aquel joven de aspecto tenebroso podía sentir su miedo, y eso le dejaba en una clara desventaja. Se recompuso cogiendo todo el aire que le permitieron sus pulmones y fijó su mirada en los adiamantados ojos de su agresor. - Entonces ¿ha funcionado? -preguntó Ghearä mirando de reojo el cadáver de su sirvienta. - Como prometiste, el hambre ha desparecido -confesó con una perpetua sonrisa-. Ahora ya no siento el deseo de ingerir comida alguna. Solo de pensar en una manzana o una rebanada de pan, hace que sienta una fatiga difícil de explicar. Antes de que Ghearä formulara su siguiente pregunta, Kilean lo interrumpió. - Sin embargo, el hambre ha sido sustituida por la sed… no entiendo por qué, pero noto como si necesitase la sangre para poder subsistir. - Es posible que el suero requiera de la ingesta de sangre para conservar sus efectos, de ahí que poseas esa incontrolable sed… -supuso Ghearä en voz alta. - ¿Me está diciendo que, si dejo de beber la sangre de la gente, volveré a ser una persona corriente? - Eso supongo. De pronto Kilean se abalanzó sobre él, lo agarró del cuello con fuerza y lo alzó en el aire manteniéndolo contra la pared. - ¡¿LO SUPONE?! -gruñó con fiereza- Me ha usado como si fuese otra de las ratas que aparece por su laboratorio ¡¿Y me está diciendo que lo supone?! Ghearä intentó hablar, pero la fuerza con la que aquel individuo le apretaba la garganta era tal que ni quiera podía respirar. La vista se le nublaba, y poco a poco la voz de su voluntario se hacía más y más lejana. - ¡Si le rompo el cuello SUPONGO que morirá! -continuaba diciendo- ¡¿Le vale mi suposición?! ¿Y si le voy rompiendo los huesos del cuerpo uno a uno, SEÑOR Ghearä? ¿Cuándo SUPONE usted que suplicará que lo mate? ¡¿EH?! Y, un segundo después, lo soltó. Ghearä cayó al suelo pesadamente y sintió como la garganta le escocía mientras intentaba recobrar el aire. Tirado en el suelo fue recobrando la conciencia que le había arrebatado la falta de aire y se comenzó a convencer de que moriría a manos del monstruo que él había creado. Cuando el suero había sido inoculado en las ratas, estas, al cabo de pocas horas dejaban de sentir apetito y, por muy grande que fuera el trozo de queso o cualquier comida que pusiese frente a ellas, no mostraban más interés que el de olerlo brevemente, luego, se alejaban como si les hubieses ofrecido un trozo de mierda. Nunca había atisbado en ellas aquel comportamiento violento que veía ahora en su voluntario del experimento. - No voy a matarle -confesó Kilean-. Giana ha sido solo un impulso que no he podido controlar, y, aunque una parte de mí no siente remordimiento alguno, yo lamento lo que he hecho. Ghearä alzó la mirada para verlo con más claridad desde el suelo. - Vine aquí porque no tenía más sitio al que ir -continuó explicando-. Mi padre, borracho, había llegado demasiado pronto a casa y descubrió aquello que tanto nos esforzábamos en ocultar. Estaba enamorado de Julieta, la sirvienta, y nos pilló consumando encima del sofá. - No hace falta que des detalles… -logró decir Timothy con voz ronca. Kilean se rio levemente. - Mi padre, cogió el revolver que siempre guardaba en el cajón de la mesita de la entrada y disparó con demasiada precisión hacia la cabeza de mi amada, alegando que eran seres inferiores que no merecían más que órdenes. Julieta murió en mis brazos, y, antes de que pudiese pensar en ello, agarré el atizador de la chimenea y le atravesé el cuello. Ghearä quiso comentar al respecto, pero se mantuvo en silencio. - Después de eso quemé mi casa, borrando toda prueba de lo que había hecho. Me daba igual a donde ir y, después de ver a su sirvienta ayer por la tarde, me recordó tanto a Julieta que… Timothy siguió en silencio. - Puedo oír como su corazón se ha relajado un poco, aunque aún puedo notar como golpea su pecho con bastante fuerza -comentó Kilean-. Como he dicho, no voy a matarlo. El joven se subió a la cama, abrió la ventana y se coló con agilidad por el hueco que había dejado. - ¿A dónde vas? -logró preguntar Ghearä antes de que Kilean desapareciese de su vista. Pudo oír la voz del joven desde el exterior. - Me alejaré cuanto pueda. Véalo como un experimento para saber cómo de ciertas son suposiciones sobre su cura para el hambre. Si no fuese así, puede que pronto tenga noticias mías, señor Ghearä. Y antes de que pudiese contestar, escuchó como Kilean saltaba desde el tejado de la casa. En el callejón al que daba la ventana pudo escuchar un golpe seco, que fue sorprendentemente precedido por una apresurada carrera. Los pasos fueron escuchándose cada vez más lejanos, hasta que se perdieron en el silencio de la noche. Después de aquella noche, Timothy Ghearä vivió los días siguientes con miedo. Después envolver en las sabanas el cadáver de su sirvienta y lanzarlo al rio más cercano una noche sin luna, se enclaustró en su hogar como si temiese la luz del sol. A veces, podía escuchar cómo la gente se paraba frente a su casa y hacían conjeturas sobre lo que le habría pasado a ese científico, al que ya nadie veía. Muchos parecían pensar que había tenido un accidente y estaba muerto en el interior de su casa, e incluso atentaban contra la memoria de su inocente Giana, diciendo que probablemente le había matado, robado y posteriormente había huido. Los días pasaban, y Timothy se despertaba con el temor a encontrar a Kilean a los pies de su cama, observándolo en la oscuridad con aquellos adiamantados ojos. Tantos fueron los días que ya no pudo soportarlo más y colgó una soga de las vigas del techo de la habitación del ático, donde murió su querida sirvienta. Se subió con decisión al taburete donde hacía días había estado la bandeja con las tostadas y la manzana y se rodeó en cuello con la recia soga. Con decisión, profiriendo un sordo perdón hacia sus progenitores, y una promesa de reencuentro hacia Giana, quitó el taburete de debajo con una fuerte patada y se dejó colgar. La cuerda le apretó la tráquea como en su momento lo hizo la mano de su fallido experimento. Le faltaba el aire, y, al cabo de pocos segundos, un dolor punzante le apretaban la cabeza con tanta fuerza que casi sentía que estallaría. Poco a poco, todo se fue difuminando y emborronándose. Antes de que todo desapareciese, pudo ver una figura frente a él. Tenía la piel blanca como la leche y lo miraba fijamente esbozando una pérfida sonrisa. Sus ojos que resplandecían como dos relucientes diamantes. FIN |